SEGUNDA PARTE
Universalidad de la redención
1. Universalidad de la gracia
En el designio de Dios estaba contemplada la
salvación para todos los hombres[1],
ya en el antiguo testamento al escoger un pueblo como heredad suya, anuncia a
través de diversos signos y profetas como su plan salvador abarcaba a todo el
género humano contenido analógicamente en el pueblo de Israel, esto desde la
perspectiva de la «voluntad divina» que es reflejo de su amor incondicional por
sus creaturas predilectas, después de la caída de los primero padres, Dios
comienza escogiendo a un hombre, un pueblo y una raza para trazar las líneas de
salvación, que culminara con la encarnación del verbo[2],
su pasión, muerte y resurrección.
La posibilidad –conocida solo por Dios- no está
reservada de modo exclusivo a unas cuantas personas, se abre a todos los
pueblos y hombres de buena voluntad: «pues quienes, ignorando sin culpa el
Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante, a Dios con un corazón
sincero y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su
voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia pueden conseguir la
salvación eterna»[3], ya desde los mismos
evangelios encontramos en las palabras de Cristo como apertura esta salvación a
todos: «y cuando yo sea elevado de la tierra atraeré a todos hacia mi»[4]
dando en la cruz la total redención humana.
La primera beneficiara de esta salvación universal es
la Iglesia, entregada por el mismo Cristo a sus discípulos y continuada en la
sucesión apostólica, lo anteriormente dicho no anula lo primero, por el
contrario, es la Iglesia la que responde al igual que su Señor, queriendo «que
todos los hombres se salven» y «lleguen al conocimiento de Cristo»[5], colaborando
con esta obra salvadora, papel necesario en la misión apostólica que profesa,
no quita el misterio de Cristo como «único mediador entre Dios y los hombres»[6]
sino que actúa como sacramento universal de salvación[7].
Todo hombre con uso de la libertad busca la
salvación, recibe el auxilio de Dios con su gracia, por lo cual merece la
bienaventuranza eterna[8].
2. Salvación universal por medio de Cristo
Como se ha dicho Dios quiere la salvación para todos
los hombres, este don salvífico ha sido manifestado en Cristo Jesús en quien
culmina la historia de la salvación, a partir de esto, toda gracia y fin
sobrenatural vienen siempre dados por Él[9], pues
solo en Cristo los hombres recobran la filiación divina, porque nos revela y
encarna la misericordia del Padre.
Ningún hombre queda excluido de esta acción redentora
de Cristo[10], «En modo misterioso pero
eficaz, Cristo redentor actúa en lo íntimo de cada hombre aun en quienes no le
conocen ni son conscientes de ellos[11], basada
en esta seguridad la Iglesia trabaja constantemente para que a todos llegue
abundantemente la plenitud de los tesoros de la encarnación y la redención que
ya tiene en depósito más aun es su único fin[12].
Los sacramentos de la Iglesia, provienen del
sacramento universal de Salvación, que ha sido dado por Cristo, de estos
sacramentos emana permanentemente la gracia santificante y salvadora, dentro de
la vida eclesial, la moral sacramental encuentra su culmen y centro en la Santa
Misa.
La glorificación del Padre se encuentra en la acción
de Cristo y encaminada por el espíritu santo a través de los creyentes a lo
largo de la historia, Cristo al ascender a los cielos abre la posibilidad de la
plenitud del amor del Padre, en su unidad con el Hijo y el Espíritu Santo,
abriendo para el hombre la vida y la glorificación.
[1]
Cfr. 1 Tm 2,4.
[2]
Cfr. Rm 9, 4-5.
[3]
Concilio Vaticano II, Const. Lumen Gentium, n.16.
[4]
Jn 12, 32.
[5]
Cfr. Ef 4, 13.
[6]
Cfr. 1 Tm 2, 4.
[7]
Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Lumen Gentium, n.48; Const. Gaudium et Spes, n.42.
[8]
Cfr. Aquino, Tomas, In II Sent., d.33, q.2 a.2, Sol.
[9]
Cfr. Jn 1, 17: «La gracia y la verdad proceden de Jesucristo».
[10]
Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et Spes, n.22.
[11]
Cfr. San Agustín, In Ioan. Evang. Tractatus, 55, 2.
[12]
Cfr. Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis. n.12.
[13]
Suma teológica, I-II, q.113 a.9.
[14]
Del tratado de san Ireneo, obispo, contra
las herejías, Libro 4, 20,5-7.
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